“¿Ves a tu semejante? ¡Estás viendo a Dios mismo!”
Padre Efrén el Filoteíta
El amor soslaya los caprichos de mi hermano, le perdona sus faltas, soporta sus exabruptos, cede ante la envidia, ignora la ironía, disipa las sospechas, no toma encuenta los insultos, no condena y no murmura en público. El amor cubre todos los defectos con nobleza y generosidad espiritual.
Mientras más te acerques a Dios, más te iluminarás y más fuertemente brillarás. Y mientras más lo ames, más amarás a tu semejante. “¿Ves a tu semejante? ¡Estás viendo a Dios mismo!”, decía San Isaac el Sirio. En verdad, ¿qué sentido tiene conquistar el mundo entero, si no podemos ganarnos a nuestros hermanos con nuestro amor? ¿Qué sentido tiene descubrir más y nuevas galaxias, si no logramos descubrir la estrella de Belén, al Dios del amor? ¿Qué mundos nuevos esperamos que nos muestren los telescopios, cuando ignoramos el mandamiento nuevo, el del Amor? Sin amor todo es inútil, desagradable y miserable. “Nuestro sufrimiento carece de amor”, clamaba San Tikón de Zadonsk. Todas las cosas y logros del hombre adquieren valor sólo por medio del amor. Pero el amor es también discernimiento, que, a su vez, es un arte. Si ignoramos el arte del amor, no sabemos amar. El amor soslaya los caprichos de mi hermano, le perdona sus faltas, soporta sus exabruptos, cede ante la envidia, ignora la ironía, disipa las sospechas, no toma encuenta los insultos, no condena y no murmura en público. El amor cubre todos los defectos con nobleza y generosidad espiritual. “El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal” (I Corintios 13, 4-5), dice San Pablo. El amor, por su sinceridad y sencillez, no sabe lo que es el mal. Es puro y cristalino como el agua de un lago, al cual ni el más fuerte viento de maldad y perfidia podrían perturbar. El hombre que ama es el más grande vencedor en la lucha espiritual. Él vence con su sonrisa y sus bondades, y si en algunas situaciones ceder parece una derrota, por el amor se vuelve una victoria. San Gregorio el Teólogo dice: “Por medio del amor es que vencemos”.
Los trofeos del amor son refulgentes, y la corona del amor es inconmensurablemente preciosa. Por eso, no olvidemos que todo amor grande es uno crucificado. El amor asciende con nobleza los peldaños del Gólgota y siente el dolor, como Aquel que padeció en la Cruz. Cualquier abnegación es un sacrificio que tiene su propio valor. El Señor nos dice: “Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa”(Mateo 10, 42). El amor es bondadoso con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el despreciado, con el encarcelado y “con toda alma que sufre”. También los que están en prisión son nuestros hermanos, por eso es que San Pablo nos ordena: “Acordaos de los presos, como si estuvierais con ellos encarcelados” (Hebreos 13, 3), es decir que debemos sentir su encierro como si fuera el nuestro, al igual que el dolor de nuestro hermano.
Alguien dijo: “El dolor en el mundo es tan grande, que si quisiéramos juntar todas las lágrimas que son derramadas cada día por los hombres, nos hallaríamos ante el más grande caudal del planeta”. El amor no significa solamente alegrarte con el que se alegra, sino llorar con los que lloran (Romanos 12, 15).
Si cada nación tiene su propio himno, el cristianismo tiene el Himno al Amor, el mismo que el Santo Apóstol de los Pueblos consignó excepcionalmente en el capítulo XIII de la Primera Epístola a los Corintios.
Que este hermoso himno perviva en nuestros labios y en nuestra alma. Amén.
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