Metropolita Amfilohije sobre la “Revolución Sexual”
Debido a la repercusión en los medios acerca de la discusión sobre el aborto, compartimos con nuestros lectores La Epístola de Navidad del 2013 del Metropolita Amfilohije, en la que habla acerca de la “Revolución Sexual” que llevó a la sociedad actual a la trágica situación moral en la que se encuentra.
Epístola de Navidad
del Metropolitano Amfilohije
25 diciembre 2012 / 7 enero 2013
En la luz del Nacimiento de Cristo, hermanos, nos vemos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea: vemos la organización del mundo, su composición y el orden de la naturaleza humana, así como también el propósito final tanto del hombre y de las comunidades humanas, como de la creación en general, el modo en que todo fue creado. En efecto, como cantamos en Navidad, “Tu Nacimiento, Cristo Dios nuestro, irradió al mundo la luz de la sabiduría y de la verdad eterna”. El conocimiento que adquirimos mediante el estudio de la creación Divina del mundo y de nosotros mismos, es decir el conocimiento que es natural, recién en la luz de Cristo Dios-Niño, Quien es el único que puede decir de sí mismo que es “la luz del mundo” – “luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9), se convierte en conocimiento verdadero y completo. En él está no sólo la plenitud del conocimiento, sino también la plenitud de la existencia del mundo y del hombre. En esta luz conocemos que “por Él todo fue hecho” (Jn. 1:3) y que todo es llamado a crecer, “con el conocimiento del Hijo de Dios”, “en el perfeccionamiento del ser, en la (inmensurable) medida de la altura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13). En esa luz conocemos que todo lo existente es el fruto del amor de Dios, “el amor de Cristo que sobrepasa el entendimiento”, y es creado no para que quede como lo es según su naturaleza, sino para que sea “lleno de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:19-20).
Este amor de Dios, y con él la liberación de la muerte, la nada y la transitoriedad, está entretejido en la naturaleza humana de la misma manera en que Dios creó al ser humano, hombre y mujer, formado del polvo de la tierra, habiéndole insuflado el aliento de vida, y habiéndolo creado a Su imagen y semejanza (Gén. 1:26; 2:7). Es decir, el hombre es un ser creado por la libertad de Dios, para libertad y no para esclavitud, a fin de que bajo el principio de su semejanza Divina, se gobierne a sí mismo, gobierne su propia naturaleza y la que lo rodea. Y así como el primer nacimiento en el género humano (el de Adán, N. del T.) no fue “de sangre ni de voluntad carnal, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:13), de la misma manera el Nacimiento de Cristo, nacimiento de Hombre completo y perfecto, plenitud de la revelación y del don del Amor Divino, fue un nacimiento “de la Santísima Virgen y del Espíritu Santo”. Por esto, a aquellos que Lo aceptan y creen en Su Nombre, Cristo les dio el poder de ser hijos de Dios (Juan 1:12). Él, el Unigénito Hijo de Dios, en el Cual “había vida y la vida era la luz para los hombres” (Juan 1:14).
Para adquirir aquella vida eterna, Dios con su bendición le dio a la naturaleza humana el poder de procrear. Pero procrear para la vida eterna y no para la muerte. Procrear para la libertad propia de los hijos de Dios, y no para la esclavitud propia de los elementos transitorios de este mundo.
El hombre en su creación y su procreación, cuando estos sucesos son iluminados con el poder de la luz del Nacimiento de Cristo, no recibe “el espíritu de esclavitud”, sino “el espíritu de adopción” por Dios, porque “los que el Espíritu de Dios guía, aquellos son hijos de Dios” (Rom. 8;14-15). Como tal, el hombre es un ser que no solamente nació para ser libre y alcanzar la libertad, sino que es un ser llamado a “liberar a toda la creación, de la esclavitud de la corrupción hacia la libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8:21).
Observando la luz del Nacimiento de Cristo, el principio y sentido de la procreación, la existencia misma y la misma procreación del hombre así como las leyes de la naturaleza humana, su propósito y su sentido, la Iglesia de Cristo Dios concibió y concibe todo lo que es del hombre y lo que rodea a su existencia.
Así es cómo la Iglesia exhorta a la atracción mutua entre las criaturas, introducida en su propia naturaleza. Es decir, lo que representa el “instinto de procreación” en la naturaleza, la Iglesia lo iluminó y concibió con la luz del divino llamado a la perfección, a la nueva procreación y a la plenitud de la existencia en el misterio del eterno y absoluto Amor de Dios. De esta manera, la naturaleza humana y sus leyes en la forma comprendida por el hombre, no son medida ni propósito final de su existencia. Aquello que está constituido en la naturaleza humana, masculina y femenina, representa la levadura para el perfeccionamiento mutuo en el amor de Dios a través del misterio del matrimonio, para el crecimiento por medio de la plenitud de Dios, para la procreación y multiplicación del género humano. Desde esta perspectiva, para la Iglesia de Dios el matrimonio no es simplemente la biológica unión carnal entre el hombre y la mujer, y la satisfacción de la irracional lujuria, sino el santuario donde se logra la unión de los dos, por el esfuerzo en el amor cristiano y por la procreación de nuevas criaturas a imagen de Dios y con ello “el cumplimiento en toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:19) del hombre y de toda la creación divina que lo rodea. Por eso en el santuario del matrimonio “el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, para que dos se transformen en “un solo cuerpo” (ser), a modo de la unión lograda en el misterio de la relación de Cristo y Su Cuerpo – la Iglesia (Ef. 5:31-32). Así como la creación del primer hombre (Adán), de la misma forma el Nacimiento de Cristo no fue uno dentro del santuario del matrimonio, ni tampoco un nacimiento según la carne (el cuerpo es sólo “levadura” para Él) sino “según el Espíritu”, porque el Espíritu de Dios vive en aquellos que obtuvo y sostiene (Rom. 8:9). Porque el cuerpo procrea no por su propio poder sino por el poder de la bendición de Dios, recibida en él una vez y para siempre. Así como el Nacimiento de Cristo no fue “de sangre ni de deseo carnal” (Juan 1:13) sino del Espíritu Santo y la casta Virgen Madre de Dios, de la misma manera en la Iglesia se nace a través del santuario del matrimonio (donde los dos son “ayudantes” mutuos en el camino hacia el Reino Celestial), mas también a través de la virginidad propia de la Madre de Dios, aquellos que en forma casta, sin unión matrimonial, se ofrecen a sí mismos a Cristo Dios (monjes y monjas).
En la luz del Nacimiento de Cristo, la cual “venció al orden de la naturaleza”, tomamos conocimiento además de otra gran verdad: la naturaleza que nos rodea espera ser utilizada por el hombre de manera correcta y no de manera incorrecta. De aquí que todas las civilizaciones y culturas humanas, todo lo que el hombre verdaderamente hizo y creó, representa la correcta domesticación, el perfeccionamiento, la transformación de la naturaleza, su liberación de necesidades y la realización de sus cualidades dadas a ella por Dios. Con todo esto, la misma creación se libera de “la esclavitud de la corrupción”. Porque ella “con ardiente anhelo, espera a que se manifiesten los hijos de Dios”, ayudando ella misma a que se concrete “la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8:19-21).
Si esto es importante para la naturaleza en general, más importante aún lo es para el hombre y su propia naturaleza. El hombre es verdaderamente un ser que por naturaleza tiene hambre y sed: la necesidad de pan y la sed del amor representan en conjunto dos “instintos” existenciales en el hombre. Pero la necesidad por el alimento y el pan terrenal adquiere su significado verdadero cuando se santifica con el Pan de la Vida eterna (la Comunión, N. del T.). Esto es importante también para el instinto de la procreación, llamado instinto carnal con el cual se manifiesta la sed de amar y de unirse entre dos. Desde tiempos inmemorables, la Iglesia, como profunda conocedora de la naturaleza humana, domestica, transforma, educa estos dos instintos con el fin de lograr un objetivo más profundo: que el hombre se libere de la esclavitud de cualquier tipo, pero primero que todo, de la esclavitud de la muerte y la transitoriedad. Así es como el ayuno y la abstinencia nos ayudan a descubrir la santidad del pan y nos previenen del abuso de la naturaleza tanto en nosotros mismos como a nuestro alrededor, liberándonos así de la esclavitud, por medio de las leyes de la naturaleza y la adquisición de la libertad propia de los hijos de Dios. Por otro lado, también nos lleva a dominar y enseñorearnos por sobre el impulso sexual, nos libera de la irracionalidad y nos orienta hacia la fecundidad y la fertilidad, hacia el buen uso dado por Dios con el cual se recibe no simplemente un amor pasajero y placer corporal con otro ser, sino más bien la libertad del amor divino y eterno y la unión inmortal en el seno del Amor del Dios Vivo. Todo lo que existe, existe para que sea perfeccionado y para que dé fruto. El árbol que no da fruto, es cortado y arrojado al fuego. Con la adquisición de la verdadera libertad de los seres humanos y la vida que da frutos (tanto en lo corporal como en lo espiritual), la Iglesia de Cristo continuamente nos llama a la corrección, al enseñoramiento por sobre los impulsos humanos, hacia su uso según Dios nos manda, en el momento correcto y para lograr en la naturaleza humana objetivos adecuados. Por eso Ella, la Iglesia, constantemente exhorta a abstenerse de las relaciones sexuales cometidas tanto antes del casamiento como fuera de él, así como también a la castidad dentro del mismo. Hace tiempo que la Iglesia, con toda su experiencia, se manifestó en contra del antinatural, irracional y reactiva inflamación de hombres con hombres y mujeres con mujeres. San Pablo resume brevemente la razón de esto, en las siguientes palabras: “No os equivoquéis” dice, “ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el Reino de Dios” 1 Cor. 6:9-10). El llamado de Cristo para un cambio de mentalidad (arrepentimiento) y para el Reino de Dios es el llamado hacia la verdadera e inmortal libertad del hombre, y hacia su ascesis para liberarse de todo aquello que lo priva de la existencia eterna y de la irrompible unión con el Amor Divino, lo cual es en definitiva el Reino de Dios.
A la luz de esta libertad espiritual que da vida y llama hacia el Reino de Dios, y que está fundada en el Nacimiento de Cristo, la actual y así llamada “revolución sexual” a su vez se presenta como “destructora de la libertad en nombre de la libertad” (Gabriel Kubi). La “libertad sexual” contemporánea lleva al hombre hacia su esclavitud a sus impulsos sexuales. Nosotros vivimos en una época de revolución y afirmación del totalitarismo de los impulsos, época del olvido de “la ley del Espíritu de Vida”, a través de la divinización de “la ley del pecado y la muerte” (Rom. 8:2). La experiencia religiosa de la humanidad, la cual finalmente descubrió su profundidad y logró su plenitud en la ascesis de la vida cristiana “no según la carne sino según el Espíritu” (Rom. 8:9), según el Espíritu de Dios “que vive en nosotros” y que es Espíritu de la libertad que transfigura y no espíritu de la esclavitud al ciego impulso irracional, el cual lleva al hombre al caos, la muerte y la nada – esta experiencia es hoy cada vez más despreciada con el adjetivo de “oscurantista” y es conscientemente rechazada en nombre de la llamada “libertad sexual” y el “derecho al trabajo”. Esta revolución del nuevo (aunque antiquísimo) totalitarismo pagano, le quita sentido al santuario del matrimonio, destruye la familia, suprime la monogamia, en el nombre de la plena satisfacción individual transforma al vientre materno, de una fábrica de vida a una de muerte, legaliza todas las depravaciones sexuales desde la sodomía hasta la pederastia. Todo esto sucede cada vez más incluso dentro de la educación, forzándola tempranamente hacia el libertinaje y la sexualidad sin tener en cuenta la experiencia general del ser humano, la cual nos muestra cuán dañino es para la salud del ser humano el uso prematuro de algo cuando todavía está inmaduro y sin leudar. Es sabido por todos el daño que produce el temprano despertar sexual en los niños y jóvenes, llevándolos a embarazos precoces y abortos, contribuyendo a la propagación de enfermedades de transmisión sexual, dejando en ellos profundas cicatrices emocionales, haciéndolos tempranamente incapaces tanto de crear un verdadero amor y apego, como al respeto de su propia personalidad y de la irrepetible personalidad del otro. Hoy en día la televisión y otros medios de comunicación se han convertido en actores globales de la propagación de este envenenamiento totalitario sin precedentes en la historia. La pornografía y todas sus perversiones desde la homosexualidad hasta la pedofilia, se convirtieron en un negocio que se mide en miles de millones. En los últimos cuarenta años, esta pornografía se ha expandido explosivamente por los rincones más remotos del mundo. Se afirma que el treinta y cinco por ciento de todas las descargas por internet corresponde a la pornografía, y que este mercado crece más rápidamente con los films de pornografía infantil. Se dice que en internet cerca de dos millones de niños son ofrecidos o son víctimas de abusos sexuales. Este veneno espiritual que representa el cultivar el libertinaje y las perversiones sexuales desde la infancia es incomparablemente más infeccioso y profundamente más peligroso para la completa salud del hombre que cualquier tipo de droga consumible.
A su vez, esta “revolución sexual global” es tan demoníaca y peligrosa, cuanto detrás de ella se sitúan organizaciones con enormes fondos monetarios con los que financian las llamadas nuevas instituciones educativas de calidad con “expertos eruditos” a la cabeza, los cuales forman a bien pagados activistas para este nuevo y global totalitarismo moral de destrucción y primitivismo. Es particularmente útil recordar aquí el libro “Sex and Culture” del famoso antropólogo inglés J. D. Unvin, editado en los años 30 del siglo pasado. Unvin era un estudioso de las diferentes culturas, pero notó que las grandes culturas surgen y permanecen, sólo donde permaneció y se propagó una moral elevada. Cuando una sociedad, una civilización, abandona las sanas leyes morales de convivencia, luego de pocas generaciones deja de existir y se transforma en un llamado de atención en la historia. Visto en el espejo de esta experiencia antropológica y confirmado en la historia de la humanidad, esta actual “revolución cultural global” es indudablemente anticristiana y como tal está envenenada con el incurable impulso de la autodestrucción y el suicidio.
El razonamiento carnal engendra muerte mientras que el razonamiento espiritual engendra vida: este es el conocimiento que hemos adquirido “cuando vino el cumplimiento del tiempo y Dios envió a su Hijo, nacido de mujer,… para que redimiese a los que estaban bajo la ley” y los libere “de la esclavitud a los elementos del mundo”, “a fin de que recibiesen la adopción de hijos” (Gál 4: 3-5). De esta manera, por medio del Nacimiento de Cristo ya no somos más esclavos sino hijos. Y como somos hijos, somos también herederos de Dios a través de Cristo, porque el Espíritu de Dios vive en nosotros (Gal. 4:7; Rom. 8:9). “Y ahora, habiendo conocido a Dios, o mejor, habiendo sido conocidos por Dios”, ¿¡cómo nos atrevemos a retornar”, por lo menos nosotros los cristianos, “a esos elementos sin fuerza ni valor”, y nuevamente pasar a ser esclavos de la corrupción y la nada!? (ver Rom. 8:21 y Gal. 4:9) . Por eso, a diferencia de aquellos que “no conocen a Dios y que por eso son esclavos de sus dioses que en realidad no lo son” (Gal. 4:8), nosotros los Cristianos, iluminados por la luz del conocimiento y la verdad, y “liberados de la esclavitud de la corrupción hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom. 8:21), con plena alegría nos saludamos mutuamente:
¡He aquí la Paz de Dios! ¡Cristo ha nacido! ¡Bendita la corona del Nuevo Año del Señor!
Con amor en Cristo,
su orante,
+Amfilohije
Arzobispo de Cetinje, Metropolitano de Montenegro y del Litoral,
Administrador de la Diócesis de Buenos Aires, Sudamérica y Centroamérica
Iglesia Ortodoxa Serbia.