Jesús se conoce a dos pecadores y perdona a uno
Cuando estamos en la Iglesia, en lugar de mirar a otros pecadores, debemos mirarnos a nosotros mismos. Mirándonos en el espejo, debemos preguntarnos, —¿Por qué ha venido una persona tan terrible a un lugar tan santo? ¡Yo ni siquiera merezco estar aquí!—
Un policía para dos carros. Él da una multa al primer conductor por haber manejado con demasiada velocidad. Él da una multa al segundo conductor por la misma razóñ. El segundo conductor dice, —¡Por favor, no me des una multa! El otro conductor estaba manejando aun más rápidamente que yo.—
Dos hombres le roban dinero a su empleador. El primer le roba unos miles de dólares. El segundo hombre sólo le roba unos dólares. Él le ruega al juez, —¡Por favor, no me envies a la cárcel! ¡El otro hombre robó mucho más que yo!—
Por supuesto, estas son respuestas necias. Si hiciste algo mal, no tiene sentido enfocarte en lo que otros han hecho mal. Aun si sus pecados son más grandes que los tuyos, no reduce la pena que mereces recibir por tu propio haber obrado mal.
En el séptimo capítulo del Evangelio de Lucas, Jesús habla con dos pecadores. Un pecador, un fariseo Le invita a Jesús a su casa para comer. El otro pecador, una mujer, lava los pies de Jesús con sus lágrimas y los seca con su pelo. Ella Le besa los pies y los unge con aceite caro y fragrante.
El fariseo se está ofendido porque esta mujer tiene una mala reputación. Todos en el pueblo saben que ella es una pecadora. Él le dice a si mismo, —Si Jesús fuera un profeta, entonces sabría qué tipo de mujer lo está tocando.— Por decir esto, él muestra su falta de fe. Jesús no respondió en la manera esperada, así que el fariseo no Le creía en Él.
Este hombre no lo tenía mal acerca de la mujer. Es verdad que era una pecadora. Había muchas cosas que ella había hecho mal. Pero el fariseo hizo un error fatal. En lugar de fijarse en los pecados de la mujer, él debía haber estado fijándose en sus propios pecados. Él veía correctamente que la mujer era una pecadora, pero no veía que él mismo también era un pecador.
En vez de preguntarse, —¿Cómo puede permitir Jesús que esta pecadora lo toque?— él debe haber preguntado,
—¿Cómo puede Jesús entrar en mi casa y cenar con una persona tan pecaminosa como yo?—
Si hubiera respondido en esta manera, entonces Jesús le habría perdonado sus pecados justo como Él perdonó los pecados de la mujer.
El fariseo pensaba que él mismo era una buena persona. Él no pensaba de si mismo como pecador y así no encontró el perdón. Y porque él no encontró el perdón, su amor por Cristo era muy pequeño. Él no Le dio a Jesús agua, ni beso, ni aceite fragrante.
La mujer sabía que era pecadora. Ella no lo negaba. Y sabía que Jesús le había perdonado todo su pecado. Sus ojos se estaban desbordándose con lágrimas porque su corazón estaba desbordándose con gratitud y amor por Cristo. Como resultado, ella estaba dispuesta dar a Jesús su posesión de más valor. Ella pudiera haber vendido el tarro alabastro de aceite fragrante por una gran suma de dinero. Pero en vez de eso, Se lo dio a Cristo.
El fariseo suponía que era justificado y que la mujer era pecaminosa. Pero la verdad era mucho el opuesto. Él era el pecador y la mujer era justificada. Jesús le había perdonado a la mujer por su pasado, así que sus pecados estaban completamente borrados.
¿Cómo respondemos cuando vemos a un hombre borracho o una mujer promiscua entrar en la iglesia?
Podemos estar tentados mirarlos con repugnancia, diciendo, —¿Por qué vienen personas tan terribles a un lugar tan santo? ¿Por qué no se quedan afuera?—
Si respondemos así, entonces somos hipócritas justo como el fariseo. Vemos los pecados de otros pero no vemos nuestros propios pecados.
En vez de mirar al hombre borracho o a la mujer promiscua, debemos mirarnos a nosotros mismos. Debemos considerar nuestra avaricia, nuestra pereza, y nuestras lenguas afiladas. Debemos considerar cómo buscamos entretenimiento en vez de estudiar las Escrituras y lo que escribieron los Santos. Debemos considerar cómo nos permitimos placeres mientras descuidamos limosnas, oración, y trabajo por el bien del Reino de Cristo.
En vez de mirar al hombre borracho y a la mujer promiscua, debemos mirarnos a nosotros mismor. Mirando en el espejo, debemos preguntar, —¿Por qué ha venido una persona tan terrible a un lugar tan santo? ¡Ni siquiera merezco estar aquí!—
Entonces, con alegría, debemos reconocer que Cristo nos ha perdonado nuestros pecados. Justo como Cristo perdonó a la mujer pecaminosa, también Él nos ha perdonado a nosotros.
Que respondamos a Su perdón en la misma manera de la mujer. Cuando pensamos en Él, que nuestros ojos se desborden con lágrimas de gratitud. Cuando vemos un icono de Cristo, que Le saludemos con un beso santo. Con nuestras limosnas a los pobres, que demos a Jesús nuestro mejor. Y con nuestras manos, que trabajemos para servirLe y para construir Su Reino.
Jesús dijo, —a quien poco es perdonado, el mismo ama poco.— Hermanos y hermanas, nos ha sido perdonado mucho. Así que amemos mucho.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.