¡Pon, Señor, un cerrojo en mi boca!
Aprende a callar, incluso cuando no sea necesario, para habituarte al valor del silencio.
Aprende a callar, incluso cuando no esté mal hablar, para irte habituando a ello. Tan sólo procura que tu silencio no sea causa de daño espiritual, tanto para ti como para los demás. Intenta alejarte del consejo de los hombres, para tener como compañeros a los ángeles, a los santos y a Dios.
En fin, recuerda la guerra que debes librar. Si pudieras ver cuánto esfuerzo necesitarás para vencer, seguramente perderías el gusto de hablar en vano.
Cómo debemos conducir nuestra lengua
Lo más importante es saber gobernar tu lengua como es debido, y cómo contenerla. La mayoría de las veces, el hablar en demasía es señal de orgullo. Ciertamente, éste nos lleva a creer que sabemos mucho, por lo que nos afanamos en hacer razonamientos complicados y utilizar palabras rebuscadas, con tal de imponer nuestra opinión a los demás, cual si tuvieran que aprender de nosotros. Esta forma de orgullo aparece cuando hacemos disertaciones y ofrecemos exposiciones sin que nadie nos lo haya pedido.
No es posible explicar someramente cuántas maldades nacen de la verborrea. Ésta es la madre de la pereza, la base de la ignorancia y de la locura, umbral de la calumnia, esclava de las mentiras y enemiga de la piedad más fervorosa. El hablar sin medida fortalece nuestros vicios y son estos los que inflaman nuestra lengua para que comencemos a discursear irreflexivamente. Por eso, el Apóstol Santiago, intentando explicarnos lo difícil que es evitar errar al hablar, dice que ésta es una virtud al alcance de pocos: “El que no peca en palabras es un hombre perfecto de verdad, pues es capaz de dominar toda su persona.” (Santiago 3, 2)
Y es que la lengua, una vez que entra en acción para hablar, corre como un caballo desbocado y no emite sólo cosas buenas y piadosas, sino también maliciosas. Es por eso que el mismo apóstol la llama “azote que no se puede detener, derrame de veneno mortal” (Santiago 3, 8); mientras que Salomón dice, “En el mucho hablar no faltará el pecado, el que refrena sus labios es prudente.” (Proverbios 10, 19)
Para concluir, bueno es señalar que el que habla mucho, da a entender que es ignorante: “La estupidez es la que le inspira tantas palabras.” (Eclesiastés 10, 14).
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