La visión que un Jueves Santo tuvo San Serafín de Sarov
El alma del piadoso monje se llenó de una intensa alegría, como nunca antes la había experimentado, y su corazón, lleno de una dulzura infinita, se aferró con fuerza al Señor.
En uno de los días de la Semana Mayor — un Jueves Santo — se le concedió a San Serafín una visión celestial, durante la Divina Liturgia, cuando oficiaba al lado de los venerables Pacomio y José. (Ambos gustaban de la compañía del joven Serafín, a quien les unía el amor fraterno y la admiración sincera, por su abundante experiencia en las cosas espirituales). La visión tuvo lugar durante la Pequeña Entrada, luego de que San Serafín exclamara en voz alta: “¡Bendice, Señor, a los fieles!”.
Al salir por la puerta del Altar, debía alzar la mano hacia los fieles. Entonces, al decir: “¡Y por los siglos de los siglos!”, una luz inefable lo envolvió, como si fueran los rayos del sol. San Serafín pudo ver, entonces, a nuestro Señor Jesucristo con el aspecto del Hijo del Hombre, refulgiendo en medio de una excelsa luz, rodeado por los Poderes celestiales cual enjambre de abejas. A su alrededor se veían las legiones de Ángeles, Arcángeles, Querubines y Serafines. Nuestro Señor parecía venir de la puerta que se abre al extremo del Santo Altar y, deteniéndose ante el púlpito, levantó las manos, bendiciendo a los que oficiaban y al pueblo que oraba con ellos, para después regresar al ícono que se halla a un lado de las Puertas Santas.
El alma del piadoso monje se llenó de una intensa alegría, como nunca antes la había experimentado, y su corazón, lleno de una dulzura infinita, se aferró con fuerza al Señor. San Serafín ni siquiera se podía mover ni pronunciar palabra alguna. Muchos lo vieron en ese estado, sin embargo nadie podía explicar qué era lo que le pasaba. Entonces, vinieron hacia él dos hierodiáconos y lo llevaron al Santo Altar, en donde permaneció sin moverse durante dos horas. Solamente su semblante parecía variar: al principio estaba pálido, después, poco a poco, adquirió un color rosa encendido. Los ancianos Pacomio y José, en cambio, creyeron que se trataba de una alteración de naturaleza física, muy común el Jueves Santo, después de un ayuno prolongado y severo, especialmente si se tomaba en cuenta el fervor que durante toda la Gran Cuaresma había mostrado San Serafín.
Sin embargo, parece ser que pronto se entendieron que se trataba, sin lugar a dudas, de una visión. Así pues, cuando San Serafín se rehizo, los ancianos le pidieron que les contara qué le había pasado. Este, con la mansedumbre y la candidez de niño, les relató todo lo ocurrido. Siendo dos padres espirituales muy experimentados, los ancianos le previnieron que se cuidara del orgullo y no dejara pasar algún pensamiento que le sugiriera que desde ese día tenía ya la Gracia de Dios. Y no le contaron a nadie más el don que el piadoso Serafín acababa de recibir desde el Cielo.
Este, después de haber sido visitado de esta manera por el Altísimo, no sólo no cayó en la vanagloria por los carismas recibidos, sino que no hizo más que profundizar su modestia. Fortalecido por una inmensa humildad, se alzó “de gloria en gloria” (Salmos 83, 8) y, difamándose a sí mismo, supo “portar su cruz” (Lucas 14, 27), siguiendo el camino correcto con toda devoción y firmeza. Desde ese día empezó a buscar el perfecto hesicasmo, razón por la cual muchos le veían adentrarse en los bosques de Sarov, en donde nadie conocía su lugar de oración.
Fuente: Doxología.org
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