¡Gracias, Señor, por la cruz que me diste!
Si pudiéramos probar las cruces que Dios envía a todos los que sufren, seguramente llegaríamos a convencernos de que no tenemos la fuerza necesaria para cargar con ninguna de ellas, a excepción de aquella que el Señor, en Su infinito amor, ha elegido para nosotros.
Una mujer, extenuada por el peso de la cruz que tenía que cargar, se puso a orar, pidiendo que se le diera otra, convencida de recibir una menor. La mujer se quedó dormida y empezó a soñar que se encontraba en medio de una gran multitud de cruces, de distintos aspectos y medidas, puestas sobre la tierra. Una de ellas le llamó la atención: no era muy grande, tenía las orillas doradas y estaba adornada con piedras preciosas.. “¡Por fin!”, se dijo a sí misma, “¡Una cruz que me será más fácil de llevar!”. Pero, una vez la levantó y se la puso sobre el hombro, se dio cuenta de que era pesadísima, imposible de cargar. El oro y las perlas brillaban hermosamente, sí, pero su peso era insoportable. Al lado, vio que había una cruz adornada con flores. “¡Esta sí que está hecha para mí!”, exclamó la mujer, apurándose en levantarla. Pero, al ponérsela al hombro, todas las flores se convirtieron en espinas, desgarrándole dolorosamente la piel. Finalmente, encontró una cruz más simple, sin ningún adorno, sin nada que llamara especialmente la atención, sin lujos, pero que tenía escrita la palabra “amor”. Alzándola, notó que no parecía tan pesada; de hecho, llegó a convencerse de que era la más ligera de todas. Pero… al observarla con detenimiento, se dio cuenta de que era la cruz que había cargado hasta ese día, la misma que siempre le había parecido muy pesada de llevar.
Dios sabe qué cruz es la que necesitamos; Él las conoce todas y sabe cuál podríamos cargar con facilidad. Cada cruz nos la da de acuerdo a nuestras propias fuerzas. Ciertamente, nosotros somos incapaces de juzgar las cruces de quienes nos rodean. Sufriendo de carencias materiales, de pobreza, miramos con envidia a los ricos, sin pensar que el oro y las piedras preciosas hacen más pesada la cruz que ellos deben cargar. Vemos a otros, quienes parecen florecer bajo el signo de una felicidad perpetua, pero no somos capaces de ver las espinas ocultas bajo las hojas de las más bellas rosas. Si pudiéramos probar las cruces que Dios envía a todos los que sufren, seguramente llegaríamos a convencernos de que no tenemos la fuerza necesaria para cargar con ninguna de ellas, a excepción de aquella que el Señor, en Su infinito amor, ha elegido para nosotros.
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