Entrada en Jerusalén (Domingo de Ramos)
Cuando llegó el tiempo de darse a sí mismo en sacrificio por la redención de los pecados de todos los hombres, Cristo fue hacia la “pasión voluntaria en Jerusalén”. ¿Cómo se produjo?: “Cuando se aproximaron a Jerusalén… envió Jesús a dos discípulos, diciéndoles: “Id al pueblo que está enfrente de vosotros, y enseguida encontraréis un asna atada y un pollino con ella; desatadlos y traédmelos…”. Fueron, pues, los discípulos e hicieron como Jesús les había encargado: trajeron el asna y el pollino. Luego pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima. La gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (cfr. Mt 21,1-9).
La entrada de Jesucristo en Jerusalén, cuando él se dona a sí mismo al ultraje, a la kenosis, a la terrible y vergonzosa muerte sobre la cruz para la salvación de los hombres, tiene un profundo sentido ético y simbólico. El prototipo de este gran acontecimiento se considera la entrada en Jerusalén de David, después de su victoria sobre Goliat. También David fue acogido y aplaudido por la muchedumbre, llena de alegría y gratitud. Entonces, el rey Saul se puso celoso y guardó rencor contra David. Pero éste, algún tiempo después, se convirtió en el gran rey de Judea y de Israel.
Así también Jesucristo, que va hacia la muerte, llegará a ser rey del nuevo Israel, de toda la humanidad renovada, que ha hecho un Nuevo Testamento (Nueva Alianza) con Dios.
La entrada en Jerusalén se convierte en el cumplimiento de las profecías: “Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna” (Zac 9,9).
La iconografía de la entrada en Jerusalén generalmente es la misma, no varía. Jesucristo entra en Jerusalén sentado sobre un pollino. Está vuelto hacia sus discípulos, que siguen al pollino. En la mano izquierda, Cristo sujeta un rollo, que simboliza el texto sagrado del Testamento; con la derecha bendice a los que se encuentran con él.
A su encuentro, desde las puertas de la ciudad vienen hombres y mujeres. Detrás de él está Jerusalén, una ciudad grande y majestuosa, con altos edificios muy apretados y compactos. Su arquitectura nos demuestra que el iconógrafo vivió rodeado de templos rusos. Los niños extienden sus mantos bajo las patas del pollino. Los demás tienden ramas de palma. A veces, en la parte baja del icono se ven también dos pequeñas figuras de niños. Uno está sentado, con una pierna agachada y algo alzada, sobre la que se inclina el otro muchachito, que está tratando de sacarle una astilla de la planta del pie. Esta escena de la vida cotidiana, llegada desde Bizancio, impresiona mucho y confiere vitalidad a la imagen; sin embargo, no disminuye el pathos de lo que está sucediendo. Los vestidos de los niños casi siempre son blancos, que simbolizan la pureza de sus almas, que carecen de malicia.
Como es habitual en los iconos rusos, los vestidos de todos los personajes adultos están pintados con arte y austera elegancia. Tras la figura de Cristo se levanta hacia el cielo una montaña, representada con los tradicionales medios simbólicos.
La entrada de Jesucristo en Jerusalén es un acto de su libre voluntad, después del cual vendrá el gran sacrificio, que redimirá todos los pecados de los hombres y abrirá delante de ellos la entrada en la nueva vida, la entrada en la Nueva Jerusalén.
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